Tiempos de epidemias y de pandemias


Artículo publicado por el periodista Marcelo Lorenzo - en la Revista de Gualeguaychú "Semanario"-
a partir de una entrevista realizada a la Profesora Elisa María Fernández
sobre el tema que a continuación se detalla.

ANALOGÍAS Y DIFERENCIAS
        En las crisis sanitarias provocadas por epidemias o pandemia— ocurrida recientemente—, el factor sorpresa juega un rol fundamental. Para la sociedad del siglo XXI, lo inesperado de una situación que afecta a varios países o a regiones geográficas extensas (pandemia), llevó a plantear interrogantes sobre la dimensión del brote pandémico, sus consecuencias sociales, culturales, políticas, demográficas y su prolongación en el tiempo.
        Si bien el esquema mental de las sociedades anteriores compartía el factor sorpresa, las epidemias estaban acotadas a un período concreto de tiempo y espacio. Cada situación de stress y de miedo provocado por la realidad vivida se asemeja en las diferentes situaciones.


EL TEMOR A LAS VACUNAS
        La sociedad de Gualeguaychú vivió situaciones dramáticas provocadas por diferentes epidemias. Una de las pestes se dio en los inicios del 1800; eran tiempos coloniales en los que don Josef de Urquiza, Comandante de los Partidos de Entre Ríos, debió enfrentar un brote de viruela que azotó la zona. Fue esta una enfermedad contra la cual nada podían hacer los curanderos, aunque la gente confiara más en ellos.
        Cuando se tuvo conocimiento del descubrimiento de una vacuna para esta enfermedad —realizado por el inglés Edward Jenner—, el virrey Sobremonte envió a Inglaterra al médico Miguel O’ Gorman para que se informara de la situación, ya que “… el pestilente propagativo fuego de la viruela causaba estragos lastimosos…”. El rey Carlos IV de España, cuya hija había padecido la enfermedad, embarcó hacia América un grupo de cuatro médicos, dos cirujanos, tres enfermeros, una rectora y 22 niños gallegos expósitos, encargados de portar la vacuna antivariólica.
        El Alcalde de la villa de Concepción del Uruguay, solicitó al Virrey el envío de este preservativo para practicar con ella “…la inoculación de todos los individuos que no hubieran padecido sus sensibles efectos…”. Los vidrios cargados de fluido vacuno llegaron a las tres villas entrerrianas, pero nadie quería vacunarse. El temor a “lavacuna”, como le llamaban, causaba rechazo por la forma en que se hacía, de brazo a brazo. Los sacerdotes debieron exhortar a sus feligreses para que cumplieran con la medida y, el facultativo de la villa de Concepción del Uruguay, tuvo que viajar a Gualeguaychú para insistir sobre “…el bien tan grande que les resultaba envacunarse”. La villa de San José de Gualeguaychú, tenía muy pocos habitantes— alrededor de 300 personas— y el hospital contaba con tan solo 12 catres, aunque para las enfermedades contagiosas — según decían las Leyes de Indias— debían buscarse lugares levantados, para que ningún viento dañoso, pasando por los hospitales, vaya a herir en las poblaciones…”. El término — vaccination o vacunación—fue utilizado por Jenner al lograr la inmunidad a través de la viruela vacuna. Sin embargo, era una forma puramente empírica, no se conocía el mecanismo de la inmunidad ni el de la transmisión. El método utilizado por el médico inglés consistía en la introducción de viruela vacuna (que no era mortal) procedente de una pústula, a gente sana. Quien se contagiaba de viruela vacuna no padecía la viruela mortal pues bloqueaba la transmisión del virus.
        Estas epidemias de viruela continuaron por años; con el tiempo y el avance de la ciencia, se creó una vacuna a partir del propio patógeno causante de la enfermedad, en humanos. En 1980, la Organización Mundial de la Salud declaró que el mundo estaba libre de viruela.

El caso del cólera
        Tal como lo ocurrido en Buenos Aires, la ciudad de Gualeguaychú —que contaba con una población urbana de 9.553 habitantes en 1869—, y varias poblaciones del litoral argentino y uruguayo, se vieron afectadas por la epidemia de cólera morbus, un año antes. Esta enfermedad endémica originada a orillas del Ganges, se expandió por occidente a principios del siglo XIX, para diseminarse en América a mediados del mismo.

Actores sociales más comprometidos
Los médicos, los sacerdotes, la maestra y la enfermera
        Los médicos académicos del Estado desconocían las causas reales de la propagación de la enfermedad. Llegaron a decir que “sabían tan poco en medicina sobre las relaciones entre causas y enfermedades que tanto valdría no saber nada”. Tal como ocurrió entonces, la incertidumbre de lo sucedido en Wuhan ocasionó un desconcierto en la medicina actual, aunque el conocimiento científico del siglo XXI señala una diferencia en los tiempos de reacción. Protocolos, tecnologías de control, medidas tomadas respecto de la afectación, marcan ciertas diferencias aunque en algunos casos se asemejen.
        Desde 1867, gobernaba la ciudad de Gualeguaychú una Junta de Fomento, pero al iniciarse la epidemia y al complicarse la situación, sólo continuaron en sus funciones, el presidente don Luis Clavarino, y el secretario Belisario Ruiz; los demás se ausentaron de la localidad por temor a los hechos.
        Como consecuencia de lo ocurrido, se reunió en la Jefatura de Policía un grupo de caballeros para formar una comisión de “Salud y Socorro”, con el objeto de auxiliar a “…los desgraciados que fueran afectados de la enfermedad…”.
        Los médicos de entonces, Francisco Bergara— uno de los galenos más asiduos en la asistencia de los coléricos—, Enrique Wels, Ignacio Zas, Fernando Müncheberg, médico de la Sociedad de Socorros Mútuos, el homeópata Jorge González Jaime y el doctor Arostegui —recién llegado a la ciudad—, junto al sacerdote Vicente Martínez; a una hermana de este llamada María Martínez, enfermera voluntaria; y a Carmen y Josefa Both, las maestras que fallecieran por haber adquirido la enfermedad, enfrentaron la situación con altruismo.
        Vicente Martínez y el Pbro. Luis F. Faldella se hicieron acreedores de la estimación pública por el celo puesto en el desempeño de su ministerio.
        A pocos días de iniciarse el brote de cólera, el sacerdote Martínez informó a la comisión que había recibido una carta de Miguel Esteban Fernández Borrajo, estudiante de medicina, ofreciendo sus servicios. El joven fue el primer hijo de Gualeguaychú en graduarse de Doctor en Medicina y Cirugía (1868), uno de los profesionales que supo inspirar confianza y consuelo en medio de la epidemia, porque dotado de ciencia y sentimientos caritativos, hizo de su profesión un apostolado. Al concluir la epidemia continuó practicando la medicina en el Hospital de la Caridad, de manera gratuita, durante varios años. Por ello la gente le decía: “el médico del pueblo”.
        En los comienzos, la comisión de “Salud y Socorro” indicó a la policía que debía cavar fosas en el cementerio del oeste y nombrar un administrador, aunque pronto comprendieron que era necesario construir en un punto más lejano, destinado para enterratorio, una zanja de 40 varas de largo por nueve cuartas de ancho y diez de profundidad, pues las emanaciones resultaban perjudiciales para la población.
        El diagnóstico de entonces indicaba que la causa de esta enfermedad estaba en la fuente de la pestilencia, lugar desde donde partían los miasmas o gases que provenían de la descomposición de materia orgánica, de aguas estancadas, de alimentos en mal estado (teoría miasmática). Estos efluvios o emanaciones nocivas eran transportados por el aire, inhalados o ingeridos por el hombre a través de la respiración o de los alimentos, transmitiendo la enfermedad infecto- contagiosa. Por ello, en el cementerio los cadáveres se cubrían cubiertos con cal al ser sepultados.
        Desde mediados de siglo, el cementerio estaba ubicado en el lugar conocido como La loma, al oeste de la ciudad, (actual Hospital Centenario). La epidemia llevó a pensar en su traslado al norte de la misma.
        Los cuidados con el agua servida o “agua sucia y usada” fueron más exigentes a partir de ese momento. Las normas establecían que, solo los corralones ubicados a cinco cuadras al norte de la plaza principal y a doce cuadras de “los demás vientos”, podían carecer del empedrado exigido a los demás locales.
        Toda patología infectocontagiosa de entonces indicaba un problema social, por lo que el concepto de higiene fue tejiendo una trama de valores relacionadas con la responsabilidad individual en el ambiente urbano. La gente tomó conciencia de que era necesario hacer algo para evitarlas; una de esas soluciones consistía en prohibir el gentío o multitud y exigir el aislamiento en las viviendas donde existían casos de cólera. Esta medida conocida como cuarentena — proviene de quarantina, término usado en Francia en 1383, por los cuarenta días de Hipócrates—era una práctica antigua, iniciada tal vez, en la época de los leprosarios.
        Limpieza de objetos y espacios, riego de aposentos y de casas con cloruro desinfectante, lavado de muebles y vasijas secretas con mucho cuidado y enjuague con algunas gotas del mismo cloruro o con azufre (usado en la epidemia de Atenas), cloro o vapores nitrosos, blanqueo de paredes con cal, quema de ropas, completaban las disposiciones.


LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y LAS PANDEMIAS
        A diferencia de lo que ocurre en la actualidad, en aquellos tiempos las autoridades locales preferían que no se conocieran datos y hechos sobre los contagios, a fin de evitar el pánico que ocasionaba una muerte dolorosa e inevitable. El periódico El País, dirigido y administrado por Eugenio Gómez y Juan A. Capdevilla, dejó de imprimir sus páginas hasta finalizar la epidemia; los peones del cementerio fueron conminados a no entregar información de los fallecidos; las campanas de la iglesia no pudieron sonar cada vez que se despedía a una persona; y el sacerdote Martínez, en las actas de defunciones, solo indicaba el nombre del difunto, los auxilios espirituales y la frase “en verdad os digo”, en reemplazo de la causa de defunción, como se hacía en épocas normales.
        Sin embargo, aunque no tuvieran la intercomunicación de la actualidad, el boca a boca era imposible de evitar. De esos tiempos surgieron términos hasta ahora usados, como ser: muerto de miedo o qué julepe.
        La ausencia de documentación fue un detalle a tener en cuenta por la medicina con el correr de los años.
        Buenos Aires padeció la epidemia de fiebre amarilla en 1871; los periódicos, que se conservan en las hemerotecas de Gualeguaychú, poco informan sobre la misma. Sólo publican que la accidental aparición de la epidemia no tendría consecuencias en el flujo de inmigrantes y que la observación de 4 días de cuarentena a los vapores que provenían de zonas portuarias, había sido levantada.
        Eran tiempos difíciles para Entre Ríos como consecuencia del asesinato de Justo José de Urquiza, ocurrido en 1870, y la revolución jordanista como consecuencia de la intervención decretada por el Presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento.

De la teoría miasmática a la medicina moderna
        Al finalizar la década de 1870, después de las situaciones vividas como consecuencia de la fiebre amarilla, en Buenos Aires, la teoría miasmática comenzó a decaer. Un nuevo enfoque de la bacteriología moderna planteaba otras hipótesis y otras terapias para las enfermedades. Los científicos buscaban el microorganismo causante de la enfermedad, tal como Roberto Koch, lo había hecho en Alemania con la bacteria emisora de la tuberculosis. Fue el comienzo de la medicalización de la sociedad.
        Gualeguaychú, en esa época, estaba marcada por las enfermedades infectocontagiosas y gastrointestinales, por lo que se seguía insistiendo en la contaminación de las napas de agua. Está probado que las materias orgánicas en descomposición, son la fuente o el terreno cultivado para el desarrollo de los parásitos, gérmenes de las enfermedades infecciosas, decían los medios periodísticos. Los reclamos por el segundo traslado del cementerio formaban parte de las ideas de entonces. Desde la loma, en la cual se encontraba ubicado el campo santo del oeste, podían contaminarse las napas de agua que recorrían el hábitat de los pobladores, una cuestión que no podía pasar desapercibida. Esto llevó a dictar una Ordenanza para su traslado al norte de la ciudad, en 1875.
        Fue también en estos años que la estadística comenzó a considerarse un recurso valioso, por lo que las Memorias Municipales comenzaron a exigirlo. En 1885, Antonio Daneri, como Presidente Municipal, solicitó a todos los médicos de la localidad, informes sobre el estado sanitario de la población. Abelardo Rueda, médico municipal, Manuel Vasallo y Víctor Villar respondieron la solicitud. Por ello surgieron los Digestos Municipales.
        El intendente Daneri decía que en ese año, la epidemia de viruela “se había desarrollado de una manera alarmante, sobre todo en la clase menesterosa, (…). Por lo que, los alcaldes de la ciudad, dividida en cuarteles, debían realizar visitas domiciliarias en cada cuartel; ellos estaban facultados para ordenar las medidas que creyeran convenientes a fin de poner las viviendas que lo necesitaran en condiciones. Y como el buen ejemplo comenzaba en casa, las propiedades del municipio debían estar también, en condiciones higiénicas.
        Se hablaba entonces de la necesidad de adquirir una vivienda fuera del centro de la población para la instalación de un lazareto, en el caso de que otra epidemia lo requiriera.
El típico rancho de la época, el agua, la basura, el aire, los saladeros, integraban un abanico de elementos urbanos portadores de amenazas relacionadas con enfermedades infectocontagiosas, por lo que los higienistas admitían la exclusión como sinónimo de control y de vigilancia.
Relata el periódico El Noticiero que, en 1895, había tres casos sospechosos de viruela en distintas zonas de la ciudad; dos viviendas fueron aisladas con guardia de la policía en la puerta, para impedir la salida de los habitantes de la morada. Sin embargo, la medida tuvo sus complicaciones; era época de carnaval y las chicas que habitaban en ella tenían sus trajes preparados para salir de fiesta.
        Sobre la viruela, los informes municipales decían que “… La administración de la vacuna, si bien no ha satisfecho las aspiraciones de la Municipalidad, no ha dejado de prestar sus servicios (…). Aparte de los vacunados que resultan del estado de la Administración, faltan los que los señores médicos han practicado en sus domicilios y en casas particulares, y de los que por falta de datos se ignora a cuantos ascenderán, debiendo agregar también 101 niños que han sido vacunados por don Juan Mengelle, según la nómina pasada a la Municipalidad…”.
        Poco después comenzó a mencionarse la necesidad de vacunación obligatoria, estimulando la concurrencia a los lugares donde se realizaba y de manera compulsiva a los convivientes de quienes padecían la enfermedad. A los dos años no había casos de viruela.
        El modelo de higiene penetró infinidad de esferas de la vida individual y social. En el Hospital Centenario — inaugurado en 1913— la importancia de la asepsia como defensa de las enfermedades infecciosas; en el mundo hogareño, la limpieza y ventilación de las viviendas; en los ambientes de trabajo y en la calle, los cuidados por los riesgos de contacto. En el aspecto individual, los rituales del aseo personal.
        En la esfera estatal, la instalación de cloacas y agua corriente, produjeron un cambio significativo.


OBRAS SANITARIAS EN GUALEGUAYCHÚ
        En 1912, el presidente Roque Sáenz Peña creó Obras Sanitarias de la Nación, y al año siguiente, partió a Buenos Aires el intendente Juan José Franco con el fin de gestionar ante las autoridades nacionales, el servicio de aguas corrientes en esta ciudad. Varias municipalidades pedían la realización de la obra.
        Catorce años más tarde, la Oficina Técnica de Obras Sanitarias de la Provincia, comunicó el inicio de la instalación de aguas corrientes y cloacas.
        En marzo de 1926, la gente manifestaba su agrado por una obra tan beneficiosa, y su descontento por el estado en que quedaban las calles y el costo de las instalaciones domiciliarias e impuestos municipales.
        Dos meses después, se iniciaron las pruebas del pozo de bombeo de los líquidos cloacales. Para esa época estaba adelantada la construcción del edificio para la Administración.
        Veinte años después de la inauguración del Hospital Centenario, el doctor Carlos María Altuna anunciaba el estreno de cuatro pabellones en el nosocomio y el avance de las nociones de higiene en el mismo. Trataban de evitar con ello el contagio cruzado ocurrido en tiempos anteriores. La resistencia al traslado del enfermo a estas instituciones era común, generalmente se utilizaba como el último recurso de aquellas familias que no podían asistir al enfermo en su propia vivienda.
Allí todo relumbra, decía El Diario del 18 de junio de 1942; las puertas, los mosaicos, los vidrios, las mesas, los instrumentos, las camas, etc, etc. Es evidente que ello se debe a las dignas religiosas que hay en el establecimiento, como también a los enfermeros y al personal de servicio.
Una enseñanza para todos los tiempos.
Las situaciones de epidemias vividas en tiempos pasados generaron una crisis social, provocando transformaciones en las relaciones interpersonales, vida cotidiana y en el accionar político y social, por encima de los demás ámbitos, aunque carecemos de datos para establecer las consecuencias económicas en el siglo XIX. En la actualidad, los efectos colaterales de la pandemia son más notorios.


BASE DE DATOS
  • “El primer cólera en Gualeguaychú” (14 de marzo de 1940), El Censor, Instituto Magnasco, sección Hemeroteca, Gualeguaychú.
  • Urquiza Eduardo de. “La primera campaña antivariólica llevada a cabo en Entre Ríos” (1950), Notas para la historia de Entre Ríos, Buenos Aires, Talleres Gráficos Soldini.
  • Ordenanzas de la Municipalidad de Gualeguaychú. Memoria del Departamento Ejecutivo (1885), Buenos Aires, Imprenta Stiller.

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